viernes, 24 de junio de 2016

La tentación más dulce. Capítulo 1.

Hoy tengo algo especial. Os traigo un pequeño avance de la que será mi próxima novela, La tentación más dulce. Mientras ultimo los detalles y le acabo de dar el último repaso, os invito a conocer a Carlota y a John:

* * * 
CAPÍTULO 1

Carlota cerró los ojos y echó atrás la cabeza disfrutando de la calidez de los primeros rayos de sol de la primavera. Por un momento se olvidó del libro de texto que tenía abierto entre las piernas medio cruzadas, no tenía ningunas ganas de estudiar. Sobre su cabeza se oía el ulular del viento en las ramas de los árboles, el gorjeo de los pájaros, y los gritos de los niños que jugaban en el parque. Hacía apenas unos días que había empezado a frecuentar ese parque, muy próximo a su casa, y lo cierto era que le gustaba. Era grande y con mucho espacio verde. Uno de esos parques que unen, o separan, según se mire, las urbanizaciones pijas del extrarradio y los barrios prefabricados de pisitos de protección oficial. Ella vivía en uno de los últimos, con su prima Olga y su amiga Miranda. El piso era de Olga y, para ayudarse a pagar la hipoteca, había decidido compartir los gastos con Miranda y con ella alquilándoles una habitación a cada una mientras cursaran sus estudios en Madrid. A ellas les venía de perlas, y además sus familias estaban más tranquilas porque Olga era de la familia y además era mayor y responsable. «Como si hubiera alguna diferencia entre tener veinte o veinticuatro años»  pensó Carlota.
Una pelota interrumpió sus pensamientos al dar contra la pierna que tenía apoyada en el suelo. Abrió los ojos y vio a una niña de unos cuatro o cinco años que corría hacia ella, presumiblemente en busca de la pelota.
La niña se paró junto al banco, cogió la pelota y la miró con unos enormes ojos azules. Le dedicó una sonrisa tímida y se dio la vuelta para salir corriendo de nuevo. Una mujer mayor venía ya tras ella, y la obligó a dar media vuelta y regresar al banco donde estaba sentada Carlota.
—Emma, discúlpate.
La niña se acercó a Carlota mirando al suelo, y murmuró de forma apenas audible:
—Lo siento, se me escapó la pelota.
—No pasa nada, no me has hecho daño —sonrió Carlota.
La pequeña levantó de nuevo los ojos y volvió a sonreírle. Se giró hacia la mujer y salió corriendo de nuevo.
«Qué felices son los niños, sin otra preocupación que jugar» pensó Carlota. La interrupción  la sacó de su momento de relax y la obligó a centrarse de nuevo en su libro. Eran casi las seis de la tarde y en poco rato tenía que marcharse a casa, ya que su turno de trabajo empezaba a las ocho. Estaba haciendo una sustitución como camarera en el restaurante del hotel donde trabajaba Olga, y tenía que cenar algo antes de enfrentarse a la jauría de clientes hambrientos y a veces irascibles que la esperaba.
El trabajo era pesado y estresante, pero pagaban bastante bien para las horas que hacía, y le venía genial para sacarse un dinerillo extra. Para sus padres había sido difícil aceptar que ella estudiara en Madrid, lejos de su casa, pero ella estaba encantada de la vida, y se las arreglaba bastante bien para no ser una carga. Entre las becas y lo que ganaba aquí y allá, apenas necesitaba que le mandaran dinero. Siempre había tenido un carácter independiente y, aunque a menudo echaba de menos a su familia, le encantaba estar sola en la gran ciudad. Su Cuenca natal hacía mucho tiempo que se le había quedado pequeña.

Un par de semanas después, otra tarde soleada, otro banco del mismo parque, el libro abierto sobre las rodillas y Carlota repasando un texto bastante aburrido. Una risa infantil acercándose la instó a levantar los ojos del texto justo a tiempo de ver como la pelota daba esta vez contra el banco en lugar de encontrar su pierna. La niña se le acercó y la miró de nuevo con sus preciosos ojazos azules.
—Hola. No te he dado, ¿verdad?
—No, tranquila.
—¿Estás leyendo un cuento?
—No, estoy estudiando.
—Ah... Me llamo Emma, ¿y tú?
—Yo soy Carlota. Encantada, Emma.
La pequeña la miraba con curiosidad. Las gafas de sol, seguro que era por eso. Los cristales rosas llamaban bastante la atención, pero... a ella le gustaban. Le hacían ver la vida con optimismo.
—Emma, deja en paz a la chica, no molestes.
La verdad es que molestar, no le molestaba. No le apetecía mucho estudiar, para no variar. Menos mal que tenía buena memoria y bastantes recursos a la hora de los exámenes. Alzó la vista y comprobó que quien había hablado era la misma señora de la vez anterior.
—No se preocupe, no me molesta.
Recordó unas cookies de chocolate que había metido en la mochila para merendar, y decidió que podía ofrecerle una a su pequeña amiguita. Sacó el tupper con las galletas y se lo enseño.
—¿Quieres una galleta? —Entonces pensó en que tal vez a la señora no le gustara la idea y añadió dirigiéndose a ella—: Bueno, si a usted le parece bien, claro...
La mujer le sonrió. Tendría cincuenta y tantos años, el cabello negro sin una cana a la vista (perfectamente teñido, vamos) y los ojos verdosos. Era una señora elegante y de aspecto amable.
—Si a Emma le apetece, a mí me parece bien, ya ha merendado.
La niña dudó solo un momento, y luego tendió la mano y cogió una galleta. Tenía una carita dulce e inocente y el pelo rubio y largo recogido con un lazo rojo.
—Abuela, esta es Carlota.
—Encantada, Carlota. Yo soy Amanda. Veo que le has caído bien a mi nieta Emma.
—Y a su pelota también —bromeó Carlota.
—¡Oh, no me digas que te ha dado otra vez...! —empezó a disculparse la mujer.
—No, no se preocupe —la tranquilizó ella—, solo pasó cerca.
—Por favor, no me trates de usted, que no soy tan mayor.
Carlota sonrió. Desde luego era mayor que su madre, y eso que ella era la menor de cuatro hermanos.
—Es por costumbre. ¿Te apetece una galleta? Son caseras.
—¿Las has hecho tú?
Carlota asintió con la cabeza. La repostería era su hobby, su pasión. Y sabía que las galletas eran deliciosas, sin lugar a dudas.
La mujer cogió una, dándole las gracias. Luego se deshizo en alabanzas con la galleta mientras la pequeña Emma metía la mano en el tupper para coger otra. La señora, Amanda, se interesó por la receta, y Carlota se la explicó. Emma cogió una tercera galleta. Y entre galleta y galleta, Carlota pasó buena parte de la tarde charlando con sus nuevas amigas. Cuando se dio cuenta, tenía que marcharse. El restaurante no esperaba.
—Lo siento, me tengo que ir.
—¿Vienes mucho a este parque? —le preguntó Emma.
—Bueno, hasta ahora no venía mucho, pero me gusta bastante.
—Es mi favorito, yo vivo ahí cuando estoy con papá y la abuela —le dijo la niña indicándole uno de los edificios de pisos nuevecitos y seguramente carísimos que había junto al parque. Carlota tomó nota: «con papá y la abuela» ¿padres separados?—, y tú ¿dónde vives?
—Yo vivo al otro lado de la carretera.
—Qué bien, somos casi vecinas —rio la niña—. A ver si nos vemos otro día que traigas galletas...
Carlota rio a su vez, mientras Amanda reprendía a su nieta. ¡Los niños y su sinceridad sin tapujos!

Un par de días después volvió al parque. Y recordó llevarse unos muffins de chocolate que había hecho después de comer. Le dio tiempo de estudiar casi una hora en completa tranquilidad, y ya empezaba a aburrirse cuando oyó la voz cantarina de Emma.
 —¡Hola, Carlota!
—Hola, Emma. ¿Y tu abuela?
—Está hablando por teléfono, allí.
Levantó la vista y vio a Amanda hablando por el móvil a unos metros de distancia.
—¿Has merendado ya? —le preguntó a la niña.
—Sí, ¿tienes galletas?
—No, mejor aún. Tengo muffins de chocolate. ¿Te gustan?
—Mmm... —ser relamió la pequeña—. ¡Sí!
Amanda llegó hasta ellas en el momento en que Carlota sacaba los muffins de su mochila. Le confirmó que Emma se había comido toda la merienda y por tanto podía comerse un muffin, y la pequeña, literalmente, lo devoró. Su abuela aceptó otro y Carlota también se comió el suyo. Hablaron del tiempo, del cole, de la universidad, de la hija menor de Amanda que vivía en Estados Unidos y era con quien hablaba por teléfono. Y la tarde se pasó volando.

Carlota cogió por costumbre pasar un rato en el parque todas las tardes que podía. Salía de clase, iba a casa, comía algo, estudiaba un rato mientras se tomaba un té y luego  bajaba al parque a sentarse en su banco y estudiar otro rato, o repasar, o leer... De paso tomaba un poco el sol y el aire. Semana sí, semana no, se encontraba con Emma y Amanda. Al poco tiempo supo que era porque los padres de Emma tenían la custodia compartida y la niña vivía una semana con su madre y otra con su padre. Su madre vivía relativamente cerca, aunque no lo bastante como para llevarla a aquel parque cuando estaba con ella.
Amanda vivía un poco más cerca, y se ocupaba de la niña cuando estaba con su padre en las horas en que él todavía estaba trabajando. Por lo visto tenía un puesto de directivo en la sede en Madrid de una empresa americana de cosméticos. A veces trabajaba hasta tarde o tenía compromisos después del trabajo, y Amanda estaba encantada de pasar tiempo con su única nieta. Carlota pensó que la niña llevaba con absoluta naturalidad el hecho de vivir en dos casas diferentes y que sus padres estuvieran separados, y no pudo resistirse a preguntarle a Amanda cuánto tiempo llevaban así. Amanda le explicó que en realidad, casi desde siempre. Ni siquiera habían llegado a casarse. Se habían conocido en Estados Unidos, donde ella había ido a mejorar su inglés y él acababa de terminar la Universidad. Vivieron juntos hasta que Emma tenía poco más de un año y, desde entonces, aunque tenían una buena relación, vivían separados y cada uno tenía su vida. La niña no recordaba haber vivido con los dos en la misma casa, así que no tenía más problema con su situación que el fastidio que suponía tener sus juguetes repartidos en dos casas distintas. Carlota no podía evitar sentir cierta curiosidad por el padre de Emma. Sabía que era medio americano. Bueno, en realidad tres cuartas partes de americano y una de español, ya que Amanda era hija de una española y un americano, y había pasado su vida entre Madrid y Estados Unidos. En una de sus temporadas en Nueva York había conocido al que sería su marido, George, y se había establecido allí definitivamente. Habían tenido dos hijos, John y Carol. Carol vivía en Boston con su marido, y en unos meses la haría abuela de nuevo. John y la madre de Emma habían vivido un tiempo en Nueva York, incluso después de que ella se quedara embarazada y decidieran tener a la niña, pero aplazaron la decisión de casarse para más adelante. Luego ella quiso volver a España y él consiguió un traslado en su empresa para venir a Madrid. Pero la relación no acabó de funcionar y se separaron. Amanda tenía aún un piso en propiedad en Madrid, su marido había fallecido poco después de nacer Emma, y decidió trasladarse a España a echarle una mano con la niña a su adorado hijo, del cual hablaba maravillas. Aunque también decía que a veces era demasiado serio y le dedicaba a su trabajo mucho más tiempo del que seguramente era necesario, y la pequeña Emma lo echaba en falta. La curiosidad de Carlota acerca de John no tardaría en ser satisfecha. Una tarde, en cuanto abuela y nieta se acercaron a su banco, Amanda le preguntó sin rodeos:
—Carlota, me dijiste que se te acababa el contrato en el restaurante esta semana, ¿verdad?
—Sí, ayer era mi último día. ¿Por qué?
—Necesitamos a alguien que pueda cuidar de Emma el viernes por la noche. Yo había hecho planes con unas amigas, tenemos unas entradas para ir al teatro y no quería perderme esa obra. ¡Y mi hijo me dice ahora que tiene una cena a la que no puede faltar! ¿Has hecho de canguro alguna vez? ¿Te interesaría quedarte unas horas con Emma? Estoy segura de que John te pagará estupendamente, y además a Emma le gustas.
 —Sí, claro, no hay problema. No tengo ningún plan para el viernes, estaré encantada de echarte una mano. Y tengo experiencia de sobra, soy la menor de cuatro hermanos, y tengo cuatro sobrinos. He hecho de canguro toda mi vida, te lo aseguro.
—No sabes cuánto te lo agradezco. Te apuntaré la dirección. Emma se va a poner contentísima cuando sepa que se quedará contigo.
—¿Cuándo me voy a quedar con Carlota? —la pequeña se había bajado del columpio y se había acercado sin que se dieran cuenta.
—El viernes por la noche. Papá tiene una cena, yo no puedo quedarme contigo y Carlota te cuidará, ¿qué te parece?
—¡Bieeeeeeeeen! —gritó Emma escandalosamente.
Carlota sonrió. La niña era un cielo, nada que ver con los diablillos de sus sobrinos, que se pasaban el día planeando trastadas. Pan comido.

El viernes por la tarde Carlota se estaba vistiendo cuando Miranda se asomó a su habitación.
—¿Ya te vas?
—Sí, Amanda me dijo que tengo que estar en casa de Emma a las siete. Creo que me llevaré unos apuntes. Seguramente tendré tiempo de estudiar un rato cuando la niña se duerma.
—Que te sea leve.
—Emma es un encanto, no me dará ningún problema.
Se acabó de poner los vaqueros, una camisa blanca de estilo hippie y sus zapatillas de lona favoritas, con estampado de flores. Se peinó el pelo en una coleta alta, cogió su mochila, metió en ella unas galletas caseras y salió. 
Apenas veinte minutos después estaba frente al portal donde vivía Emma. Era un edificio nuevo, pero tampoco exageradamente pijo. Tocó el timbre del portero automático y una voz grave y seria respondió:
—¿Sí?
—Soy Carlota, la canguro.
La puerta se abrió con un zumbido y Carlota subió los escalones del portal de dos en dos. Estaba un poco nerviosa. Al fin iba a verle la cara al famoso John. Subió en el ascensor hasta el segundo piso y cuando estaba a punto de llamar al timbre, la puerta se abrió.
La primera impresión fue devastadora. Amanda no le había dicho que su hijo fuera tan guapo. ¡Qué demonios guapo, era un auténtico dios griego!
John se quedó mirando también sin recato a la chica que lo miraba aparentemente alucinada desde el descansillo de su casa. Su madre había dicho que tenía veinte años, pero no los aparentaba. Era de estatura media, con los ojos color chocolate y un pelo del mismo color, largo y solo ligeramente ondulado, recogido en una coleta alta. Llevaba unos vaqueros gastados y una camisa hippie que no dejaba ver siquiera si aquel cuerpo menudo tenía algún tipo de curvas, con unas horrorosas zapatillas de flores. De su hombro colgaba una ajada mochila negra decorada con chapas y pins. A estas alturas no podía mandarla de vuelta a su casa, porque no tenía tiempo de buscar a nadie más, pero sin duda iba a tener una conversación con su madre por colocarle como canguro a una niña con la que seguramente Emma haría lo que quisiera.
Consciente de que la expresión de su cara podía dejar adivinar con demasiada claridad lo que estaba pensando, recuperó la compostura en una fracción de segundo y se presentó:
—Hola, Carlota, encantado. John Connor.
La chica se echó a reír.
—¿Connor? ¿Te llamas John Connor? ¿Como el de Terminator?
John hizo un esfuerzo por no darle con la puerta en las narices. Una friki, lo que le faltaba.
—¿Tan gracioso es?
—Supongo que sí  —respondió ella todavía sonriendo—. No conozco a nadie más que se llame como un héroe de una película de acción...
Bueno, un héroe. Dicho así no sonaba tan mal, aunque las películas de acción de corte futurista no le atraían especialmente. Había visto algunas de las películas de Terminator hacía siglos, y de vez en cuando alguien le recordaba que se llamaba como aquel tipo gamberro y antisocial que estaba empeñado a muerte en evitar una guerra contra las máquinas. Finalmente le indicó con la mano que pasara y ella entró.
—Emma está en su habitación. A las ocho cena y a las nueve se va a la cama. Puede ver un rato la televisión, siempre que sea un canal infantil. Regresaré entre la una y las dos de la madrugada. Aquí tienes mi número de móvil, si pasa cualquier cosa, llámame inmediatamente, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Tranquilo, todo irá bien.
—Eso espero.
Cerró la puerta y se dirigió a la habitación de su hija para decirle que se iba. Emma lo abrazó y le dio un beso y él cogió su chaqueta y salió, no sin antes repetirle a aquella chica que debía llamarlo si había el más mínimo problema.

Carlota todavía estaba intentando asimilar el impacto que le había causado John Connor. Pensándolo en frío, se arrepentía un poco de haberse reído al oír su nombre pero... era gracioso. A él no le había hecho ni pizca de gracia. ¡Qué poco sentido del humor!
Era realmente guapo. Alto, probablemente pasaba bastante del metro ochenta, con un pelo castaño oscuro casi negro, ondulado y seguramente rebelde, aunque perfectamente peinado, y unos deslumbrantes ojos azules, iguales que los de Emma. Y tenía un cuerpazo de infarto, sobre todo para llevarle... ¿cuánto, diez años? Probablemente. Pero bueno, en realidad, físicamente tampoco hay gran diferencia entre un chico de veinte años y un hombre de treinta ¿no? Estuvo a punto de reírse nada más hilar ese pensamiento. La diferencia era precisamente esa: un chico… o un hombre.
A ella le gustaban más los hombres, sin duda.
Volvió su atención hacia Emma, que le estaba enseñando toda su colección de princesas Disney, y se olvidó de John. Al menos por un rato.

Tal y como esperaba, la niña se portó de maravilla. Cenó estupendamente, con unos modales que su hermana mataría por conseguir para los trastos de sus sobrinas. Vieron un rato los dibujos animados, y a las nueve en punto la metió en la cama, le contó un cuento y le deseó buenas noches. La pequeña se durmió sin problemas mientras ella aprovechaba el tiempo sentada en el sofá del enorme salón de la casa con sus apuntes sobre las rodillas. Tuvo tiempo de estudiar todo lo que había planeado antes de que regresara el dios griego.
Carlota se sobresaltó un poco al oír la llave en la cerradura, sobre todo porque hacía un buen rato que no miraba el reloj y no se había dado cuenta de que ya era la una y cuarto. John se asomó al salón con gesto serio.
—¿Todo bien?
—Perfecto. Es una niña buenísima. Ha cenado bien, hemos visto un poco los dibujos, y a las nueve a la cama.
Él salió y se dirigió a la habitación de la niña. Emma estaba profundamente dormida. Carlota acabó de recoger sus cosas para marcharse a casa.
John se arrepintió un poco de haber esperado que la casa estuviera hecha un desastre y la niña aún despierta. No es que lo deseara, desde luego, pero era lo que había esperado por la primera imagen que había tenido de Carlota. La acompañó hasta la puerta, abrió su cartera y le pagó.
—Gracias. ¿Quieres que te llame un taxi o algo?
Carlota sonrió. Como si fuera a gastarse la mitad de lo que acababa de ganar en un taxi para los poco más de quinientos metros que la separaban de su casa.
—No gracias, vivo muy cerca.
Él asintió y esperó a que ella entrara en el ascensor para cerrar la puerta.

Carlota abrió la mano donde John le había puesto el dinero sin preguntarle si estaba bien o no. Ella no había mirado ni cuánto le había dado. Desdobló los billetes: uno de cincuenta y otro de veinte. ¡Setenta euros! Ojalá volvieran a necesitarla. Setenta euros por poco más de seis horas de las cuales en realidad había trabajado dos y había estudiado cuatro era un chollo. Y John Connor estaba muy bueno. No le importaría en absoluto volver a verlo.

* * * 


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